martes, 24 de febrero de 2015
La Muerte y la Resurrección. (Parte 1)
Lo que van a leer ustedes a continuación, es una genial colaboración de un buen amigo de este blog, Israel González (Puerto Rico), en donde desarrolla de forma clara y entendible las razones del por qué la muerte no es ese trance “definitivo” e irreparable que nos separa abruptamente de nuestros seres queridos e inundando con ello nuestro corazón de inmenso dolor y desesperación; dicho escrito nos ayuda a ver tan traumático suceso desde un punto de vista más racional, sobre todo menos adulterado por las creencias al uso y situación que los actuales dirigentes religiosos de la cristiandad, han sido incapaces de aclarar y reconducir. Dicho esto señalar, que por la extensión de tan interesante e instructivo artículo (un tema de tal importancia y complejidad, requiere de una explicación exhaustiva y detallada), así como por el formato de nuestro blog, lo hemos fraccionado en dos partes; por lo que sin más y deseando que lo disfruten, a la par de que les sirva de consuelo y esperanza ante dicha ocurrencia si han pasado o, están pasando por ella, ahí les dejamos con el excelente planteamiento de nuestro buen amigo Israel González:
Introducción
El Estado de los Muertos: Inconscientes Hasta la Resurrección
Si la cristiandad está extraviada en cuanto a la naturaleza del hombre, lógicamente se deduce que también estará extraviada en cuanto al estado de los muertos, referente a lo cual su teoría ocupa un lugar prominente en la teología actual. Examinemos ahora este tema a la luz de los hechos y del testimonio de las Escrituras.
La muerte es el hecho más importante en la experiencia humana, pues su ocurrencia es universal e inevitable; tarde o temprano, su tenebrosa sombra entristece todo hogar, porque ¿quién no ha sentido su mano férrea? ¿Quién no ha contemplado a un ser querido empalidecido y anquilosado por su soplo desolador? El niño lozano con toda su balbuceante inocencia y cautivadoras maneras; el compañero de la juventud, rosado, saludable y alegre; la amada esposa, el leal esposo, el amigo fiel y confiable: ¿cuál de ellos no ha sido arrancado de nuestro lado por la terrible mano de este enemigo despiadado e indiscriminado? Un día los hemos visto con ojos brillantes, semblante radiante, cuerpo vigoroso y les hemos oído pronunciar vivamente palabras de amistad e inteligencia; para una próxima vez verlos vemos estirados en el féretro, quietos, fríos, inmóviles, pálidos……en definitiva, muertos.
¿Qué diremos de estas cosas? La muerte trae aflicción a los vivos, pues los agobia con un dolor que rehúsa ser consolado. No es por nosotros mismos que nos afligimos, ya que nos alegraría saber que aún estaban vivos, aunque estuvieran muy lejos y nos fuera imposible comunicarnos con ellos. No; es porque están muertos que se nos apena el corazón. Y lo que nos lleva a considerar la relación de esto con la teología popular de nuestros días; porque si la muerte no fuera más que un mero cambio de estado y no una destrucción del ser, ¿por qué toda esta angustia por aquellos que se han ido? Obviamente no puede ser motivo de las incertidumbres “más allá de la sepultura”, porque nuestro pesar es tan agudo por aquellos que se cree han ido al cielo, como por aquellos de los cuales se tienen dudas; y es que las lágrimas fluyen tanto por los buenos como por los malos y quizás, si mucho se apura, con más pena para estos…… luego aquí hay algo contradictorio en la teoría popular. Si en verdad nuestros amigos se han ido a la “gloria”, deberíamos sentirnos tan agradecidos como lo hacemos cuando reciben honores “acá abajo”; pero resulta que no lo estamos y si ello es así ¿por qué es así? La evidencia justificará la respuesta, pues la fuerza del instinto natural no puede ser vencida por la ficción teológica: los hombres prácticamente nunca creerán que la muerte es el comienzo de la vida, cuando ven que esta es la extinción de todo aquello que alguna vez conocieron o palparon estando en vida.
Si los muertos no están muertos, sino que se han ido a una vida mejor; si están “alabando a Dios entre los redimidos de arriba”, entonces están vivos y, por lo tanto, sólo han cambiado un lugar de morada temporal por un lugar de morada eterna: sencillamente han salido del cuerpo para ir al cielo o al infierno, según sea el caso. La palabra “muerte” en su significado original, no tendría pues, aplicación al hombre, porque habría perdido el significado que normalmente se le da y por lo que ya no sería más la antítesis de la “vida”. Ya no significaría más la cesación de la existencia viviente (su significado fundamental) sino que sólo significaría un cambio de situación; “¿muere un hombre? ¡No, imposible! Puede salir del cuerpo para ir a otro lugar de habitación, pero no puede morir”; esta es la opinión popular (el fallo de la sabiduría del mundo), la tenaz creencia del mundo religioso.
Por lo que investigaremos si hay algo en la enseñanza de las Sagradas Escrituras o en el testimonio de la naturaleza, que respalde esta creencia; y descubriremos que no sólo hay completa ausencia de respaldo a tal idea, sino que más bien al contrario, hay abundante evidencia que muestra que la muerte invade el ser de un hombre y le borra de la existencia, de tal suerte que en la muerte se halla tan completamente inconsciente como si nunca hubiese vivido. Que el lector retenga en suspenso su juicio al respecto, pues encontrará que lo que viene a continuación justificará esta afirmación, aunque parezca aterradora al principio.
¿Qué es la Muerte?
Primero, consideremos por un momento la idea primordial expresada en la palabra muerte y que no es otra cosa que lo opuesto a la vida. Conocemos la vida como un asunto de positiva experiencia y siendo que la idea de la muerte se deriva de esta experiencia, pues la muerte es la palabra que describe la interrupción, negación, o detención de dicha capacidad de experimentar. Ya sea que el término vida se utilice literal o figuradamente, ya sea que se aplique a una criatura o a una institución, la muerte no es más que lo opuesto de la vida: en definitiva, significa la ausencia o partida de la vida. Por lo tanto, a fin de entender la muerte en relación con nuestra actual investigación, es necesario que tengamos un concepto preciso de la vida. No podemos entender la vida en sentido metafísico, pero esto no es un impedimento para nuestra investigación; porque la dificultad en este sentido no es mayor ni menor que en el caso de los animales y en el caso de los animales la gente no profesa hallar ninguna dificultad en reconciliar el misterio de la vida con el hecho de la muerte real.
Dejando la metafísica a un lado, sólo necesitamos preguntarnos: “¿Qué es la vida según se conoce experimentalmente?”. La respuesta de la verdad literal dice que es el resultado conjunto de los procesos orgánicos que se desarrollan dentro de la estructura humana: la respiración, circulación de la sangre, digestión, pues los pulmones, el corazón y el estómago funcionan en conjunto para generar y sostener la vida e impartir actividad a las diversas facultades de las cuales estamos compuestos. Fuera de este laborioso organismo la vida no existe, ya sea en lo que concierne al hombre como a las bestias. Si se golpea el cerebro, sobreviene la inconsciencia; si se quita el aire, se produce el sofocamiento; si se corta el suministro de alimentos, sobreviene el hambre con efecto fatal. Estos hechos, que todo el mundo conoce, demuestran que la vida depende del organismo. Muestran que la vida humana, con sus misteriosos fenómenos del pensamiento y sentimiento, es el producto de la complicada maquinaria de la cual estamos hechos. Esa maquinaria, en completa y armoniosa acción, es una suficiente explicación de la vida que ahora tenemos. En ella y por medio de ella, existimos.
Ahora bien, a pesar del prejuicio que el lector tenga contra esta presentación del asunto, no puede dejar de reconocer esto: que hubo un tiempo cuando no existíamos. Este importante hecho muestra la posibilidad de la inexistencia en relación con el hombre. La pregunta es: ¿volverá a sobrevenir ese estado de inexistencia? Esta es una sencilla cuestión de experiencia, sobre la cual ¡ay! la experiencia habla con tanta claridad…; por lo que en vista de que la existencia humana depende de la función del material orgánico, la inexistencia sobreviene debido a la interrupción de esa función. Por experiencia sabemos que esta interrupción efectivamente ocurre y que como consecuencia de ella, el hombre muere. La muerte viene sobre él y deshace lo que el nacimiento hizo por él. Uno le dio la existencia…… la otra se la quita. El decreto divino “polvo eres y al polvo volverás”, se realiza inexorablemente en la experiencia de todo hombre. En el transcurso de la naturaleza, su ser desaparece de la creación y todas sus cualidades su sumergen en la muerte por la simple sencilla razón de que el organismo que las desarrolla, también detiene sus funciones.
Estos son los hechos desde un punto de vista razonable y coherente. Pero cuando escudriñamos las Escrituras, es asombroso lo fundamentado que se vuelve el caso. Cuando las Escrituras hablan de la muerte de alguien, no emplean la fraseología de los religiosos modernos. Las Escrituras no dicen que los justos se han “ido a recibir su galardón”, o que se han “ido a rendir su cuenta final”, o que han “emprendido vuelo a un mundo mejor”; ni dicen, que los inicuos se han “ido a comparecer ante el tribunal de Dios para responder por sus malas acciones”. El lenguaje bíblico declara expresamente una doctrina contraria: por ejemplo, la muerte de Abraham, el padre de los fieles, se halla registrada así:
“Y exhaló el espíritu y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno de años, y fue unido a su pueblo." (Génesis 25:8).
Así también el caso de Isaac:
“Y exhaló Isaac el espíritu, y murió, y fue recogido a su pueblo.” (Génesis 35:29).
Así también Jacob:
“Y cuando acabó Jacob de dar mandamientos a sus hijos, encogió sus pies en la cama, y expiró, y fue reunido con sus padres.” (Génesis 49:33).
De José sólo se dice:
“Y murió José a la edad de ciento diez años; y lo embalsamaron, y fue puesto en un ataúd en Egipto.” (Génesis 50:26).
Así en el caso de Moisés:
“Y murió allí Moisés siervo de Jehová, en la tierra de Moab, conforme al dicho de Jehová. Y lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, enfrente de Bet-peor; y ninguno conoce el lugar de su sepultura hasta hoy.” (Deuteronomio 34:5-6).
Y así también hallaremos en los casos de Josué (Josué 24:29), Samuel (1 Samuel 25:1), David (1 Reyes 2:1-2, 10; Hechos 2:29-34), Salomón (1 Reyes 11:43); y de todos aquellos cuya muerte se halla registrada en las Escrituras. Nunca se dice que se han ido a alguna otra parte; simplemente se menciona que mueren, que entregan su vida y que vuelven a la tierra. Pablo adopta el mismo estilo de lenguaje cuando habla de la generación de los justos que han muerto; estas son sus palabras:
“Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos.” (Hebreos 11:13).
Cuando Jesús habló de la muerte de Lázaro, reconoció el hecho en su sentido más claro:
“Jesús les dijo después: Nuestro amigo Lázaro duerme; más voy para despertarle. Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, sanará. Pero Jesús decía esto de la muerte de Lázaro; y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño. Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto.” (Juan 11:11-14).
Cuando Lucas describe la muerte de Esteban, no cae en ninguno de los elevados éxtasis tan generalizados en la literatura religiosa moderna. Sencillamente dice: “Y habiendo dicho esto, durmió.” (Hechos 7:60). Cuando Pablo tiene ocasión de referirse a los cristianos fallecidos, no habla de ellos como que se hallan ante el trono de Dios, pues las palabras que emplea están en armonía con aquellas ya citadas:
“Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza.” (1 Tesalonicenses 4:13).
No hay excepciones a estos casos en el texto bíblico. Todas las alusiones bíblicas al tema de la muerte son tan diferentes al sentimiento moderno cómo es posible concebir: la Biblia habla de la muerte como el término de la vida y nunca, como el comienzo de otra existencia. Ni una sola vez nos habla de algún muerto que haya ido al cielo. Ni una sola vez se representa a los muertos como si estuviesen conscientes, excepto por un permisible lenguaje poético (Isaías 14:4), o para propósitos de parábolas (Lucas 16:19-31). Siempre son descritos en términos que armonizan con la experiencia: en la tierra de tinieblas, silencio e inconsciencia. Salomón dice:
“Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría.” (Eclesiastés 9:10).
Job, angustiado por la acumulada calamidad, maldijo el día de su nacimiento y deseó haber muerto cuando niño; y fijémonos en lo que dice acerca de cuál habría sido la consecuencia:
“Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y entonces tendría descanso, con los reyes y consejeros de la tierra, que reedifican para sí ruinas (tumbas); o con los príncipes que poseían el oro, que llenaban de plata sus casas. ¿Por qué no fui escondido como abortivo, como los pequeñitos que nunca vieron la luz? Allí los impíos dejan de perturbar, y allí descansan los de agotadas fuerzas. Allí también reposan los cautivos; no oyen la voz del capataz. Allí están el chico y el grande, y el siervo libre de su señor.” (Job 3:13-19).
Job también hace la siguiente declaración, que junto con la recién citada, debiera ser bien considerada por aquellos que creen que los bebés van al cielo cuando mueren:
“¿Por qué me sacaste de la matriz? Hubiera yo expirado y ningún ojo me habría visto. Fuera como si nunca hubiera existido." (Job 10:18).
El salmista alude de paso al estado de los muertos en las siguientes expresivas palabras:
“Abandonado entre los muertos, como los pasados a espada que yacen en el sepulcro, de quienes no te acuerdas ya, y que fueron arrebatados de tu mano... Manifestarás tus maravillas a los muertos? ¿Se levantarán los muertos para alabarte? ¿Será contada en el sepulcro tu misericordia? ¿o tu verdad en el Abadón? ¿Serán reconocidas en las tinieblas tus maravillas, y tu justicia en la tierra del olvido?” (Salmos 88:5, 10-12).
Estas preguntas están contestadas en una breve pero enfática declaración que aparece en Salmos 115:17:
“No alabarán los muertos a JAH, ni cuantos descienden al silencio.”
Y el salmista da patética expresión a su propia creencia acerca de la naturaleza fugaz del hombre, en las siguientes palabras, que tienen relación directa con el estado de los muertos:
“He aquí, diste a mis días término corto, y mi edad es como nada delante de ti; ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive... Oye mi oración, oh Jehová, y escucha mi clamor. No calles ante mis lágrimas; porque forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres. Déjame, y tomaré fuerzas, antes que vaya y perezca.” (Salmos 39:5, 12-13).
Por otra parte, de nuevo David dice en Salmos 146:2: “Alabaré a Jehová en mi vida; cantaré salmos a mi Dios mientras viva”; claramente implicando con ello que de acuerdo con su creencia, dejaría de vivir y alabar a Jehová cuando aconteciera la muerte.
¿Están Conscientes los Muertos?
Además de estas indicaciones generales de la naturaleza destructiva de la muerte como una extinción del ser, hay otras declaraciones en la Escrituras que específicamente niegan que los muertos tengan conciencia alguna; por ejemplo, esta:
“Porque los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol.” (Eclesiastés 9:5-6).
Con cuánta frecuencia oímos comentar acerca de los muertos: “Pues, bien. ¡Ahora lo sabe todo!” ¿Qué diremos a eso? Si las palabras de Salomón tienen significado, entonces tal comentario es, precisamente, lo opuesto a la verdad. ¿Qué puede ser más explícito?: “Los muertos nada saben.” Ciertamente sería una maravillosa proeza de la exégesis que lograra que esto signifique: “Los muertos todo lo saben.” Además, cuán común es creer que después de la muerte, los muertos amarán y servirán a Dios con mayor devoción en el cielo, porque se deshicieron de la traba de este cuerpo mortal; o que le maldecirán con ardiente odio en el infierno, por la misma razón…… o que, en realidad, su amor se habrá perfeccionado y su odio intensificado; precisamente frente a la declaración de Salomón que expresa todo lo contrario: “Su amor y su odio y su envidia fenecieron ya”. David, por otra parte, es igualmente categórico en este punto, pues esto es lo que él dice:
“No confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación. Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos.” (Salmos 146:3-4).
También esto otro:
“En la muerte no hay memoria de ti; en el Seol, ¿quién te alabará?” (Salmos 6:5).
Ezequías, rey de Israel, da testimonio similar. Había estado “enfermo de muerte” y al recuperarse compuso un cántico de alabanza a Dios, en el cual dio la siguiente explicación de su agradecimiento:
“Porque el Seol no te exaltará, ni te alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán tu verdad. El que vive, el que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy.” (Isaías 38:18-19).
Este conjunto de testimonios de las Escrituras debe ser concluyente para aquellos que consideran importante la autoridad de las Escrituras. Si el veredicto de las Escrituras tiene algún peso, el estado de los muertos ya no debe ser más un asunto discutible. La Biblia resuelve la cuestión en contra de toda la especulación filosófica. Enseña que la muerte es un eclipse total del ser, eso es, un arrasamiento completo de nuestro yo consciente en relación con el universo de Dios. Esto no lesionará los sentimientos de aquellos que se rigen por la sabiduría que inculcan las Escrituras. Los tales se inclinarán ante la respuesta de Dios, cualquiera que esta sea. Harían esto aun si la respuesta fuera más difícil de aceptar que lo que es en este caso, que en lugar de ser difícil de aceptar, concuerda con nuestra experiencia y nuestros instintos...... mejor aún: libera de la oscuridad, toda la doctrina de la Biblia.
Por lo que la Biblia establece la doctrina de la resurrección sobre el firme cimiento de la necesidad. Porque desde el punto de vista de ella, la vida futura sólo se puede alcanzar por medio de resurrección; mientras que desde el punto de vista popular, la vida futura es una evolución natural a partir de la presente y no es afectada de ninguna manera por la resurrección del cuerpo. En verdad es difícil ver siquiera alguna utilidad en la resurrección, si aceptamos la idea popular; porque si un hombre recibe su recompensa cuando viene la muerte y disfruta de toda la felicidad celestial que su naturaleza es capaz de disfrutar, parece incongruente que, después de cierto tiempo, se vea obligado a dejar las regiones celestiales para reunirse con su cuerpo en la tierra, cuando se supone que tiene mucha más capacidad de gozar de la vida eterna sin ese cuerpo. La resurrección está fuera de lugar en semejante sistema; y en consecuencia encontramos que, hoy en día, muchos la están abandonando y en vano tratan de elaborar explicaciones para negar la doctrina del Nuevo Testamento respecto a la resurrección física.
He citado muchos pasajes para demostrar la realidad de la muerte y la consiguiente inconsciencia de los que están muertos. Esos pasajes no son ambiguos; más bien son claros, sencillos y comprensibles. Ahora bien, si las declaraciones positivas que hacen fueran presentadas en la forma de interrogaciones a cualquier maestro religioso moderno, o a cualquiera de los inteligentes que hay en su rebaño ¿estarían sus respuestas en armonía con aquellas declaraciones? Veamos. Supongamos que preguntamos: ¿Saben algo los muertos? ¿Cuál sería la respuesta? “Oh, sí, saben muchísimo más que los que viven”. O si preguntáramos: ¿Perecen los pensamientos de un hombre, cuando este va al sepulcro? La respuesta instantánea sería, según las palabras de un “reverendo” caballero, en su sermón fúnebre: “Oh, cuánto nos regocijamos sabiendo que la muerte, aunque pueda cerrar nuestra historia mortal, no es la terminación de nuestra existencia, ni siquiera es la suspensión de la conciencia”; o también: ¿Hay memoria de Dios en la muerte? “Oh, sí, los justos muertos lo conocen más perfectamente y lo aman más completamente que cuando estaban en la tierra”. O estas otras preguntas: ¿Alaban los muertos al Señor? “Ciertamente, si son redimidos, se unen en el cántico de Moisés y el Cordero ante el trono”. ¿Se extinguen los bebés, cuando mueren, como si nunca hubiesen existido? “¡No! ¡No perecen los pensamientos! Van al cielo y llegan a ser ángeles en la presencia de Dios”.
De este modo, en cada caso la creencia popular sobre los muertos es exactamente contraria a las explícitas declaraciones de las Escrituras. Es una creencia totalmente desprovista de fundamento. Se opone a toda verdad, tanto natural como revelada. No es difícil, mediante un cuidadoso razonamiento, exponer la falacia de los argumentos “naturales” sobre los cuales está fundada. Ahora miraremos algunas de las razones bíblicas que por lo general se proponen en su favor. Esas razones están basadas en ciertos pasajes que ocurren en su mayor parte en el Nuevo Testamento. Para comenzar, se podrá observar que, aunque presentan superficialmente un aparente apoyo a la creencia popular, ninguno de ellos afirma esa creencia. La evidencia que se supone contienen es solamente deducción; esto es, hacen ciertas declaraciones que se supone implican la doctrina que se procura probar, pero no proclaman la doctrina en sí misma. Es importante tomar nota de este hecho general antes de comenzar, pues conviene saber que en toda la Biblia no hay ni una sola promesa de ir al cielo al morir y ni una sola declaración de que el hombre tiene un alma inmortal, sino de una futura resurrección de los muertos aquí en la Tierra; y que toda la supuesta evidencia contenida en la Biblia en favor de estas doctrinas es tan ambigua que su significado puede ser puesto en duda.
Esto es importante, porque el testimonio en favor del criterio opuesto (el expuesto en el presente capítulo) es tan claro y explícito que no puede ser echado a un lado sin cometer la más flagrante violación a las leyes fundamentales del lenguaje. Esta consideración sugiere este importante principio de la interpretación bíblica: que el testimonio simple debe guiarnos en el entendimiento de lo que puede ser oscuro. Debemos deducir nuestros principios fundamentales a partir de enseñanzas que no pueden ser malentendidas y que armonizan todas las dificultades que surjan. Sería una locura fundar un dogma en un pasaje que por su imprecisión es susceptible de dos interpretaciones, especialmente si ese dogma está en oposición a las inequívocas declaraciones de la Palabra de Dios en otros lugares de la Biblia. Apliquemos por un momento este principio a los pasajes que son citados para justificar la teoría popular.
El Ladrón en la Cruz
El primero es la respuesta de Cristo al ladrón sobre la cruz:
“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:43).
Se considera que esto establece inmediatamente la idea común; pero veamos. El meollo del argumento gira sobre la fecha de su cumplimiento. Ahora bien, aquel día Jesús no estuvo en el paraíso, según el sentido popular, porque le dice a María después de su resurrección:
“No me toques, porque aún no he subido a mi Padre.” (Juan 20:17).
Jesús no estuvo en el cielo por lo menos durante tres días después de su promesa al ladrón. ¿Dónde estuvo? La respuesta es, en el sepulcro. Sí, pero su alma, pregunta uno, ¿dónde estuvo? Dejemos que Pedro conteste:
“Su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción.” (Hechos 2:31).
Él, o “su alma”, que es equivalente a “él mismo”, estuvo en el sepulcro o “Hades” (porque las palabras son sinónimos en su uso bíblico, como pronto veremos), esperando la intervención del Padre desde lo alto, para que lo libertara de las ligaduras de la muerte. La conclusión es que la promesa de Cristo al ladrón no tiene valor alguno como prueba de que los muertos van al cielo, por cuanto no su cumplió en el sentido que hubiéramos esperado porque Cristo mismo no fue allí en el momento de su muerte. Pero ¿se cumplió la promesa del Señor? Consideremos la petición del ladrón. Es evidente que en su mente no abrigaba la esperanza de ir al cielo. No dijo: “Señor, acuérdate de mí ahora que estás a punto de ir a tu reino”, sino “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Estaba pensando en la venida del Señor, no en su partida; la consideraba como un acontecimiento futuro y su deseo era que el Señor se acordara de él cuando se cumpliera ese acontecimiento futuro: “cuando vengas en tu reino”. Más adelante diremos algo acerca de esta “venida”. Por lo pronto, es suficiente dirigir la atención a la petición del ladrón, porque provee una pista para encontrar el significado de la respuesta de Cristo. Hay buena razón para los argumentos de aquellos que dicen que la respuesta de Cristo se lee más adecuadamente colocando la palabra “que” después de la palabra “hoy”: “De cierto te digo hoy que estarás conmigo en el paraíso”. (Nota del traductor: la palabra “que” está ausente del texto griego original de la respuesta del Señor; el traductor de la Biblia la agrega donde le parece más lógico para completar el sentido de la oración según las reglas de la gramática castellana). Pero de todos modos, las palabras no tienen el significado que les atribuyen aquellos que las citan para respaldar la idea popular.
El Rico y Lázaro
El relato del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31) es el principal baluarte de la creencia popular. Se presenta con gran confianza cada vez que ésta es atacada. Sin embargo, un poco de reflexión revelará que es inadecuado para el propósito para el cual se utiliza. En primer lugar debemos darnos cuenta, si podemos, de la naturaleza del pasaje de las Escrituras que se cita. Si es una narración literal (esto es, un relato de cosas que efectivamente sucedieron, dado por Cristo como una guía para nuestro entendimiento del estado “incorpóreo”), entonces es perfectamente legítimo presentarla para refutar el punto de vista expuesto en este capítulo. Pero en ese caso no sólo desbarataría este punto de vista, sino que también desbarataría la creencia popular y establecería la idea que abrigaban los fariseos, a quienes estaba dirigida la parábola; porque al investigar se descubrirá que es la tradición de los fariseos la que forma la base de la parábola: una tradición que choca con la teoría popular del estado de los muertos en muchos puntos. Mire los detalles de la parábola; vea cuán incompatibles son con la teoría popular. El hombre rico alzó sus ojos, estando en tormentos y vio de lejos a Abraham y a Lázaro en su seno; entonces él, dando voces, dijo:
“Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua.” (Lucas 16:24).
¿Permite la teología popular que los inicuos que están en el infierno vean a los justos que están en el cielo? ¿O admite la posibilidad de que haya conversación entre los ocupantes de ambos lugares? ¿Tiene el alma inmortal puntas de dedos, lengua y otros miembros materiales sobre los cuales el agua tendría un efecto refrescante? Abraham negó la petición del hombre rico, añadiendo como razón suplementaria:
“Una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros no pueden.”
¿Es una sima un obstáculo para el tránsito de un alma inmaterial? El hombre rico le pidió a Abraham que enviara a Lázaro donde sus cinco hermanos para que les testificara, a fin de que no vinieran ellos también al mismo lugar de tormento; pero Abraham contestó:
“Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.”
¿Qué necesidad habría, de acuerdo a la idea popular, de que alguno se levantara de los muertos, en vista de que un espíritu comisionado de las “vastas profundidades” habría sido suficiente para comunicar la amonestación? Toda la narración se rodea de un aire de tangibilidad que es incompatible con la noción común del estado de los muertos. Además, piense en el cielo y el infierno donde estarían al alcance de la vista unos y otros y que habría conversación entre ambos lugares. Si insistimos en considerar el relato como una narración literal, tendremos que aceptar todos estos detalles, que están en completo desacuerdo con la teoría popular.
¿Es literal la narración? Aun los creyentes tradicionalistas se refieren a ella como una parábola, lo que indudablemente es. Como parábola no tiene nada que ver con el asunto en disputa. Fue dirigida a los fariseos para reforzar la lección de que en el debido tiempo los poderosos y los ricos serían abatidos y los pobres serían exaltados; y que si los hombres no querían guiarse por el testimonio de Moisés y los profetas, los milagros (aun el levantamiento de un muerto) no podrían conmoverlos. La parábola no pretende enseñar el estado particular de los muertos que literalmente expresa: trata enteramente sobre la lección que se quería transmitir. Una parábola no enseña lo que literalmente dice: enseña algo aparte de sí misma, de otro modo no sería parábola. Podría argumentarse que todas las parábolas tienen su fundamento en la verdad. Así es, pero no expresan necesariamente cosas que son posibles. En las Escrituras se hallarán parábolas donde los árboles hablan, el cardo va en procura de alianzas matrimoniales y los cadáveres se levantan de sus tumbas para salir a recibir a otros cadáveres recién llegados (Jueces 9:8; 2 Reyes 14:9; Isaías 14:9-11).
La parábola del hombre rico y Lázaro está fundada en la verdad pero no necesariamente es un relato literal. Que los muertos hablaran fue necesario para el propósito de la parábola y no sorprendería a los fariseos a los cuales fue dirigida, porque, en verdad, incorpora la creencia de ellos. Esto es evidente por el tratado sobre el Hades escrito por Josefo (siendo él mismo un fariseo), que puede hallarse al final de sus obras recopiladas y en el cual el lector encontrará una descripción del “seno de Abraham” y el lago ardiente en “una parte inconclusa del mundo”. Hallará que la creencia de los fariseos (reflejada en la parábola de Jesús) es algo muy diferente de la creencia popular en el cielo más allá del firmamento, y en el infierno como un abismo en las partes oscuras y vertiginosas del universo. Un cuidadoso examen de esta creencia convencerá al lector de la gran diferencia entre la teoría judía incorporada en la parábola del rico y Lázaro, y la comúnmente aceptada doctrina de ir al cielo y al infierno.
Puede preguntarse por qué Cristo empleó parabólicamente una creencia que era ficticia, dándole de este modo su aparente aprobación. La respuesta es que Cristo no pretendía enseñar esta creencia en sí, sino sólo utilizarla para presentar el testimonio de un hombre muerto. Quería imprimir en sus oyentes la lección expresada en las últimas palabras de Abraham: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos”; y no podría haber hecho esto en ninguna forma más convincente que por medio de una parábola basada en la propia teoría de ellos sobre el estado de los muertos, según la cual los muertos estaban conscientes y por lo tanto capaces de conversar sobre el tema que él deseaba presentar. Esto no implicaba su aprobación de la teoría, así como tampoco su alusión a “Belcebú” expresaba su reconocimiento de la existencia real de aquel dios pagano (Mateo 12:27; 2 Reyes 1:2-3).
Cuando Cristo tiene ocasión de hablar claramente acerca de los muertos, sus palabras están en armonía con la verdad. Examinemos el caso de Lázaro: Jesús dijo primeramente a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme”. Pero cuando los discípulos entendieron sus palabras en forma literal, se nos dice: “Entonces Jesús les dijo claramente (indicando que la palabra “duerme” no era clara ni literal): Lázaro ha muerto.” (Juan 11:14); “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25), eso es, por medio de la resurrección, porque al mismo tiempo dijo, “Yo soy la resurrección y la vida.”; también había afirmado lo siguiente:
“...... vendrá la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; más los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación.” (Juan 5:28-29).
Es en estas claras palabras de Cristo donde hemos de buscar la verdadera idea del Hijo de Dios sobre el tema de la muerte y no en un discurso parabólico, dirigido a sus enemigos para el propósito de confusión y condenación y no de instrucción. En verdad sería extraño que una doctrina tan importante como la conciencia de los muertos en el cielo y en el infierno tuviera que depender de una parábola. A aquellos que insisten en la parábola para este propósito se les debe preguntar qué haremos con el testimonio ya presentado en prueba de la realidad de la muerte: ¿Vamos a considerar superior una parábola y desechar el testimonio claro? ¿Vamos a torcer y violar lo que está claro para hacerlo concordar con lo que pensamos que significa aquello que es reconocidamente oscuro? ¿No es más bien lo opuesto el curso de la verdadera sabiduría, determinando y resolviendo aquello que es incierto por medio de aquello que es inequívoco? Si se arguyera, como ya se ha hecho, que era poco probable que Cristo perpetuara el error y encubriera la verdad en un asunto tan importante como el que se implica en la parábola empleada, es suficiente citar lo siguiente en réplica:
“Entonces, acercándose los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas por parábolas? El respondiendo les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado. Porque a cualquiera que tiene, se le dará y tendrá más; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Por eso les hablo por parábolas.” (Mateo 13:10-13).
O esto otro:
“A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.” (Lucas 8:10).
El siguiente argumento bíblico en favor de la teoría popular se presenta, por lo general, con un aire de gran confianza: “¿Acaso no vio Juan en la isla de Patmos (dice el triunfante preguntador), a los redimidos de todo linaje y lengua y pueblo y nación, que se hallaban delante del trono de Dios dándole gloria?; ¿Quiénes son éstos, si los justos no van al cielo al morir?”. Por lo general estiman que este argumento es abrumador…… pero un momento, amigo: localicemos el primer versículo del capítulo cuarto de Apocalipsis y veamos lo que encontramos ahí:
“Y la primera voz que oí, como de trompeta, hablando conmigo, dijo: Sube acá y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas.”
Luego las escenas que Juan presenció, eran representaciones de cosas que iban a ser en un tiempo futuro y, por lo tanto, cuando vio una gran multitud alabando, lo que contempló fue la asamblea de los resucitados tal como será en la segunda venida; pero continuemos.
La Oración de Esteban
Luego viene la petición pronunciada por Esteban en el momento de su muerte: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7:59). Se afirma que esto significa que Esteban esperaba que el Señor recibiera su alma inmortal. Que este no puede ser el significado de esas palabras, queda de manifiesto al considerar la doctrina bíblica del espíritu. El “pneuma”, espíritu o aliento, no era el mismo Esteban; era tan sólo el principio o energía que le daba vida, así como da vida a todos los otros hombres y animales. Este principio no constituye al hombre o al animal. Es necesario para darles existencia, pero no pertenece a ellos, excepto durante el corto período de su existencia. El espíritu de Esteban no era Esteban, aunque era esencial para su existencia. Esteban se componía de esa combinación de poder y organismo, bíblicamente definida como “espíritu, alma y cuerpo” (1 Tesalonicenses 5:23). Su espíritu, como una abstracción, era de Dios y procedía de Él, como ocurre con los espíritus de toda carne. De este modo, leemos en Job 33:4: “El espíritu de Dios me hizo y el soplo del Omnipotente me dio vida”. De ahí que se dice:
“Si él (Dios) pusiese sobre el hombre su corazón y recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente y el hombre volvería al polvo.” (Job 34:14-15).
El espíritu es indispensable como la base de un hombre viviente, compuesto de organismo corporal. Es el principio de vida de todas las criaturas vivientes. Cuando este principio de vida, que emana de Dios, se retira, vuelve a su dueño original y el ser creado deja de existir. Esta es la idea expresada en las palabras de Salomón:
“Y el polvo vuelva a la tierra, como era y el espíritu vuelva a Dios que lo dio.” (Eclesiastés 12:7).
Pero podría preguntarse ¿por qué Esteban habría de estar preocupado por su espíritu en este sentido? Bien, debe recordarse que Esteban anhelaba una reanudación de la vida en la resurrección. Esta era su esperanza. Esperaba recuperar la vida. En consecuencia, al llegar a la muerte, la confió a la custodia del Salvador hasta aquel día; y como la narración añade, “durmió”. Si la personalidad de Esteban correspondiera al espíritu de Esteban y no al Esteban corporal, entonces este pasaje demostraría que el espíritu durmió…… y esto es precisamente lo que niegan, aquellos que citan este pasaje.
La Redención del Cuerpo
Ahora llegamos a las palabras de Pablo: “Pero confiamos y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo y presentes al Señor" (2 Corintios 5:8). A primera vista, esto parece expresar la idea popular; pero examinémoslo. Los intérpretes tradicionales entienden que por esto, Pablo quiso expresar el deseo de salir del cuerpo e ir adonde Cristo en el cielo. Si esto fuera la ausencia del cuerpo que Pablo deseaba, sin duda el pasaje representaría una prueba del punto de vista mencionado; pero, ¿era la ausencia del cuerpo lo que Pablo deseaba? El contexto contesta la pregunta definiendo exactamente la idea que estaba presente en la mente de Pablo. No deseaba estar separado de la existencia corporal, porque dice en el mismo capítulo:
“Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial...porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida.” (Versículos 2 y 4).
Lo que Pablo deseaba, entonces, era liberarse de la carga de un cuerpo pecaminoso e imperfecto y obtener el cuerpo incorruptible de la resurrección; como lo expresa en Romanos 8:23:
“Nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.”
Pues bien ¿cuándo ocurre esta redención del cuerpo? No al morir, porque al morir el cuerpo pasa por un proceso precisamente opuesto al de “redención”. Entra en servidumbre y destrucción. Se corrompe y se desmenuza en la tierra; no es sino hasta la resurrección a la venida del Señor, que es levantado a incorrupción. Sólo entonces estaremos “presentes al Señor”. El testimonio del apóstol es:
“Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.” (1 Tesalonicenses 4:16-17).
Esta ausencia del cuerpo corruptible es sinónimo, en el pasaje citado, de presencia ante el Señor, ya que en el caso de los aceptados, la carne y la sangre se transformarán entonces en la naturaleza incorruptible con la cual los santos han de ser investidos. Pablo dice: “La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios” (1 Corintios 15:50). Siendo este el caso, bien podía él desear estar ausente de la carne y la sangre. Pero esto no fue suficiente; fue necesario añadir su deseo de estar presente con el Señor, porque no todos los que mueran obtendrán el honor de tener existencia incorruptible en su presencia. Muchos estarán “ausentes del cuerpo” para siempre jamás; es decir, quedarán sin cuerpo (sin existencia) al ser absorbidos por la segunda muerte. Sólo aquellos que sean aceptados en el juicio estarán “ausentes del cuerpo y presentes al Señor” en la gloria de la naturaleza incorruptible.
Partir y Estar con Cristo
Ahora debemos considerar el versículo 23 del primer capítulo de Filipenses:
“Estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor.”
Como en el caso anterior, esto también pareciera, a primera vista, dar expresión a la idea que la teología popular le achaca a Pablo. Pero en realidad no representa lo que parece representar. La expresión no enseña que Pablo estaría con Cristo tan pronto como muriera. Sería necesario mostrar en otras partes de la Palabra de Dios que cuando un hombre muere comparece ante Cristo, para que este pasaje pudiera ser utilizado con esa idea. Tal como está, solamente expresa cierta secuencia de acontecimientos, sin indicar si hay o no un intervalo entre ellos. Primero, morir; luego, estar con Cristo; pero si esto ocurre inmediatamente después de morir, o algún tiempo después de morir, no hay nada en el versículo que lo indique. La pregunta es, entonces, ¿de qué dispone el sistema cristiano como el medio para que una persona muerta se presente ante Cristo? La respuesta que toda investigación bíblica dará a esta pregunta es: la resurrección. Pareciera que dos cosas tan distantes no podrían ser reunidas, como se halla en las palabras de Pablo; pero debe recordarse que el asunto se describe desde el punto de vista de la persona que muere. Pues bien, si los muertos “nada saben”, como lo declaran las Escrituras (Eclesiastés 9:5), se desprende que morir y estar con Cristo, a la persona que muere le parecerán acontecimientos de secuencia instantánea y, por lo tanto, es perfectamente natural que estén encadenados de la manera en que Pablo lo hace aquí.
Pablo invariablemente señala el regreso de Cristo como el momento en que estará presente con Cristo. Por ejemplo, en 1 Tesalonicenses 4:17, ya citado, después de describir la venida de Cristo, la resurrección de los muertos y la transformación de los vivos, el apóstol dice: “Y así estaremos siempre con el Señor”. En 2 Corintios 4:14, dice: “El que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros”. También Juan dice: “Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.” (1 Juan 3:2). Por esta razón, Pablo nos dice en la misma epístola en la cual se hallan las palabras disputadas, que él se esforzaba por “si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos” (Filipenses 3:11). En ningún caso expresa la esperanza de estar con el Señor antes de la venida de Cristo y la resurrección.
Asumiendo que esto está aclarado, tenemos que armonizar este entendimiento del texto con la necesidad del contexto. Si se preguntase en qué sentido la muerte sería “ganancia” para Pablo (Filipenses 1:21), la respuesta se halla en la palabras de Cristo: “Todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará.” (Lucas 9:24). Pablo estaba a punto de ser decapitado; esta es la muerte a la cual se refiere en el contexto. En consecuencia, de una manera especial, él sería afectado por la promesa de Cristo: “Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida.” (Apocalipsis 2:10). La pregunta respecto a cuándo se daría esta corona, queda aclarada por la declaración de Pablo en 2 Timoteo 4:8:
“Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día (el día de la manifestación de Cristo y su reino, según el primer versículo); y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida."
Era “ganancia” morir, también, porque Pablo estaría de este modo liberado de todas las privaciones y persecuciones enumeradas en 2 Corintios 11:23-28 y dormiría apaciblemente en Cristo.
(Fin de la primera parte).
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