sábado, 22 de mayo de 2010

La perfección

Ustedes, en efecto, tienen que ser perfectos, como su Padre celestial es perfecto.” (Mat. 5:48).

Esas palabras que en su momento Jesús dirigió a sus discípulos, han llevado a muchos a confusión, al llegar a pensar que lo que este estaba pidiendo de hombres imperfectos, estaba más allá de lo que el ser humano puede conseguir. Pero, ¿es eso lo que Jesús estaba haciendo? ¿O es que acaso lo que estaba pidiendo Jesús, era otra cosa, bastante más razonable? En efecto, de lo que estaba hablando era de otra cosa, porque él sabía de sobra, que la razón por la que tenía que dar la vida por la humanidad en concepto de recompra, era precisamente porque ésta en su imperfección, no podía pagar el precio requerido según la justicia divina, por lo que ni en sueños se podían acercar a la perfección de Jehová:

Los que están confiando en sus medios de mantenimiento y que siguen jactándose acerca de la abundancia de sus riquezas, 7 ni uno de ello puede de manera alguna redimir siquiera a un hermano, ni dar a Dios un rescate por él 8 y el precio de redención del alma de ellos es tan precioso, que ha cesado hasta tiempo indefinido; 9 para que todavía viva para siempre y no vea el hoyo.” (Sal. 49:6-9).

Luego no había esperanza para el ser humano; no olvidemos que la norma de justicia divina era: “.….. alma será por alma, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie.” (Deut. 19:21). Luego y dado que lo que se había perdido, era un ser humano perfecto (Adán), el precio del rescate tenía que ser también, un ser humano perfecto. Y la humanidad, como descendiente del primer hombre Adán, había heredado la imperfección y en consecuencia, no podía proporcionar dicho rescate: sencillamente y como dice el salmo, estaba condenada sin remisión a la muerte.

Por ello y para poder entender correctamente la Biblia, algo que no se debe hacer es incurrir en el común error de pensar que todo lo que en ella se llama “perfecto” lo es en sentido absoluto, es decir, a un grado infinito o ilimitado. La perfección en sentido absoluto tan solo corresponde al Creador, Jehová Dios; debido a esto, Jesús pudo decir de su Padre, que “nadie es bueno, sino uno solo, Dios” (Mar 10:18). Y es que Jehová es incomparable en su excelencia, merecedor de toda alabanza, supremo en sus magníficas cualidades y poderes, a tal grado, que “solo su nombre es inalcanzablemente alto” (Sal. 148:13). Moisés alabó la perfección de Dios, diciendo:

Porque yo declararé el nombre de Jehová. ¡Atribuyan ustedes grandeza, sí, a nuestro Dios! La Roca, perfecta es su actividad, porque todos sus caminos son justicia. Dios de fidelidad, con quien no hay injusticia; justo y recto es él” (Deut. 32:3-4).

Todos los caminos, palabras y leyes de Dios son perfectos, refinados y no tienen falta o defecto (2 Sam. 22:31). Por ello, nunca nadie podría presentar una causa justa contra Dios, criticar o censurar sus obras; más bien, siempre se le debe alabanza (Job 36:22-24).

La “perfección” de cualquier otra persona o cosa es relativa, no absoluta (compárese con Sal. 119:96); es decir, una cosa es perfecta en relación con el propósito o fin para el que su diseñador o hacedor la designa o el uso al que la destina su receptor o usuario. Por ejemplo: un círculo puede ser perfecto, pero nunca podrá cerrar perfectamente un hueco cuadrado por muy perfecto que sea este, porque sencillamente han sido diseñados para objetivos distintos. El significado mismo de perfección ya requiere que haya quien decida cuándo algo está completo, las normas de excelencia, los requisitos que han de satisfacerse, así como los detalles que son esenciales. En última instancia, Dios, el Creador, es el Árbitro supremo de la perfección, Aquel que fija las normas de acuerdo con sus propósitos e intereses justos (Rom. 12:2).Veamos algunos ejemplos más.

El planeta Tierra fue una de las creaciones de Dios y al final de los seis “días” creativos, Dios declaró el resultado como “muy bueno” (Gén. 1:31), pues satisfacía Sus normas supremas de excelencia. Por consiguiente era perfecta para el propósito para el cual se había creado: alojar al hombre y proveerle de los necesarios medios para la subsistencia; por ello y después de esto, Dios asignó al hombre a “sojuzgar la tierra”, en el sentido de cultivarla y hacer que toda ella, no solo el Edén, fuese un jardín de Dios (Gén. 1:28; 2:8), o sea, “completar” Su obra creativa.

La tienda o tabernáculo que se levantó en el desierto por mandato de Dios y de acuerdo con sus especificaciones, fue un tipo o modelo profético en pequeña escala de una “tienda más grande y más perfecta”; el Santísimo de aquella tienda prefiguraba la residencia celestial de Jehová, en la que Cristo Jesús entró como Sumo Sacerdote (Heb. 9:11-14, 23-24). La tienda terrestre fue perfecta, pues satisfizo los requisitos de Dios y sirvió para el fin designado, no obstante, una vez que cumplió el propósito de Dios, dejó de utilizarse. La tienda solo “representaba” algo de una perfección mucho mayor.

A la ciudad de Jerusalén, con el monte Sión, se la llamó la “perfección de belleza” (Lam. 2:15). Estas palabras, evidentemente, no significan que hasta el más mínimo detalle de la ciudad fuese de una belleza sublime, sino que su belleza provenía del esplendor que Dios le había conferido al convertirla en capital de sus reyes ungidos y sede de su templo (Ezeq. 16:14). También se representa a la próspera ciudad comercial de Tiro como un barco cuyos constructores (los que trabajaban para enriquecerla) habían “perfeccionado su belleza” y la habían llenado con lujosos productos de muchas tierras (Ezeq. 27:3-25). Por lo tanto, en cada caso se debe examinar el contexto para determinar el sentido que se da a la palabra “perfección”.

La Ley que se dio a Israel a través de Moisés, incluía entre sus disposiciones la institución de un sacerdocio y las ofrendas de sacrificios de animales. Como muestra el apóstol Pablo bajo inspiración, aunque la Ley provenía de Dios y por lo tanto era perfecta, ni la Ley, ni el sacerdocio, ni los sacrificios mismos hicieron perfectos a los que se esforzaban por cumplirla (Heb. 7:11, 19; 10:1). En lugar de libertar del pecado y la muerte, en realidad hizo más patente el pecado (Rom. 3:20; 7:7-13); no obstante, todas estas disposiciones divinas cumplieron con el propósito designado por Dios: la Ley sirvió de “tutor” para conducir a los hombres al Cristo y fue una “sombra perfecta de las buenas cosas por venir” (Gál. 3:24; Heb. 10:1).

Por consiguiente, cuando Pablo habla de la “incapacidad de parte de la Ley, en tanto que era débil a causa de la carne” (Rom. 8:3), es obvio que se refiere, como explica Hebr. 7:11; 18-28, a la incapacidad del sumo sacerdote judío (que era quien, según la Ley, se encargaba de los sacrificios y entraba en el Santísimo el Día de Expiación con la sangre del sacrificio) de “salvar completamente” a quienes servía. Aunque el ofrecer sacrificios por medio del sacerdocio aarónico permitió que el pueblo tuviera una posición aprobada ante Dios, esto no les libró por completo de la conciencia del pecado. El apóstol se refiere a este aspecto cuando dice que los sacrificios de expiación no pueden “perfeccionar a los que se acercan”, es decir, perfeccionarlos con respecto de su condición de imperfección y por tanto, de su conciencia de pecadores (Heb. 10:1-4; contraste con Heb. 9:9). El sumo sacerdote no podía proporcionar el precio de rescate necesario para una verdadera redención del pecado, ya que solo el servicio sacerdotal perdurable de Cristo y su sacrificio pueden lograrlo (Heb. 9:14; 10:12-22).

La Ley, era “santa”, “buena”, “excelente” (Rom. 7:12, 16) y todo el que pudiera cumplir a plenitud con esta Ley perfecta, sería perfecto y merecedor de vida. (Lev. 18:5; Rom. 10:5; Gál. 3:12). Por esta misma razón, la Ley trajo condenación y no vida, no porque no fuese buena, sino a causa de la naturaleza imperfecta y pecaminosa de los que estaban bajo ella (Rom. 7:13-16; Gál. 3:10-12, 19-22). Luego la ley perfecta puso de manifiesto la imperfección de ellos y su pecaminosidad. (Rom. 3:19-20; Gál. 3:19, 22). A este respecto, también sirvió para identificar a Jesús como el Mesías, pues fue el único capaz de observar toda la Ley, con lo que demostró que era un hombre perfecto y por lo tanto, el rescate apropiado (Juan 8:46; 2 Cor. 5:21; Heb. 7:26).

Las Sagradas Escrituras, por otra parte, constituyen el mensaje perfecto, refinado, puro y verdadero de Dios (Sal. 12:6; 119:140, 160; Prov. 30:5; Juan 17:17). Y aunque con el transcurso de los siglos se han hecho numerosísimas copias de los escritos originales que han introducido algunas variaciones, es un hecho reconocido que dichas variaciones, generalmente son de menor importancia, de tal modo que aun si las traducciones modernas de la Biblia no fuesen absolutamente perfectas, sí lo sería el mensaje divino que contienen y que se ha dado en llamar, el contexto general de la Biblia. Por ello, cuando el sentido de un texto y que debido a las continuas copias a los que ha sido sometido durante el paso de los siglos, no se ajusta a ese mensaje general de las Escrituras, nunca puede prevalecer sobre este.

Es posible que para algunas personas la Biblia sea un libro más difícil de leer que otros, que requiere mayor esfuerzo y concentración; hasta puede que encuentren pasajes que no entienden y ello debido, en algún caso, al problema que les acabamos de explicar. Puede además, que algunas personas más críticas insistan en que, para ser perfecta, ni siquiera deberían existir diferencias menores o lo que, según sus criterios, parecen ser incongruencias. Sin embargo, ni unas ni otras restan perfección a las Santas Escrituras, pues la verdadera medida de su perfección radica en que alcance las normas de excelencia fijadas por Jehová Dios, cumpla con el propósito para el que Él, su Autor, la ha destinado y que, por ser la Palabra publicada del Dios de la verdad, esté libre de falsedades. El apóstol Pablo puso de relieve la perfección de “los santos escritos” al decir:

Toda Escritura es inspirada de Dios y provechosa para enseñar, para censurar, para rectificar las cosas, para disciplinar en justicia, para que el hombre de Dios sea enteramente competente y esté completamente equipado para toda buena obra” (2 Tim. 3:15-17). Lo que las Escrituras Hebreas (AT) hicieron a favor de los israelitas cuando las observaron, lo que el conjunto del resto de las Escrituras logró en provecho de la congregación cristiana durante el siglo primero y lo que la Biblia puede hacer hoy en pro de las personas, todo esto es de por sí una prueba convincente de sus cualidades como un instrumento perfecto de Dios para llevar a cabo Su propósito.

El contenido mismo de las Escrituras, que incluyen las propias enseñanzas del Hijo de Dios, tiene por finalidad que el entendimiento del propósito de Dios, el que se haga su voluntad y se obtenga la salvación, dependan fundamentalmente del corazón de la persona (1 Sam. 16:7; 1 Cró. 28:9). La Biblia se destaca por su capacidad para “discernir pensamientos e intenciones del corazón” y así poner al descubierto la verdadera condición interior de la persona (Heb 4:12-13). También muestra claramente que el conocimiento de Dios no puede adquirirse sin esfuerzo (Luc. 13:24; Isa. 55:6) y siendo un hecho evidente, que Dios ha revelado sus designios a las personas humildes y no a los altivos, porque “hacerlo así vino a ser la manera que él mismo aprobó” (Mat. 11:25-26). En consecuencia, el hecho de que una persona cuyo corazón no responda al mensaje de la Biblia encuentre en las Escrituras razones que, en su opinión, justifican que rechace su mensaje, censura y disciplina, no significa que la Biblia sea imperfecta. Más bien al contrario, demostraría la veracidad de los razonamientos bíblicos expuestos antes y que la Biblia, desde el único punto de vista válido, que obviamente es el de su Autor, es perfecta (Deut. 32:4). Y es que el tiempo y la experiencia práctica demuestran, que aquellas cosas relacionadas con la Palabra de Dios, que son “necias” o “débiles” para los sabios de este mundo, encierran una sabiduría y poder superiores a las teorías, puntos de vista filosóficos y razonamientos de sus detractores humanos (1 Cor. 1:22-25).

Otro punto a considerar, es que para entender y apreciar la perfecta Palabra de Dios, la fe sigue siendo un requisito esencial. Puede que una persona piense que ciertos detalles y explicaciones deberían estar en la Biblia, a fin de revelar por qué en determinados casos Dios aprobó o desaprobó acciones concretas o por qué actuó de una manera en particular; puede que también piense que hay otras explicaciones en la Biblia que son superfluas. No obstante, es de rigor reconocer que si la Biblia se conformara a criterios humanos como los expuestos, no sería entonces perfecta desde el punto de vista de Dios. Esa actitud equivocada queda de manifiesto en la declaración de Jehová respecto a la superioridad de sus pensamientos y caminos en comparación con los del hombre y por su afirmación de que su palabra “tendrá éxito seguro” en el cumplimiento de su propósito (Isa. 55:8-11). Y hasta aquí, más o menos, este es el sentido de la palabra perfección, tal como razonablemente creemos que debe de entenderse.

La información que ya se ha considerado, sienta la base para entender que hasta las criaturas “perfectas” de Dios podían ser desobedientes. Pensar que la desobediencia no podría darse en una criatura perfecta presupone desconocer el significado del término, sustituyéndolo por un concepto personal que es contrario a los hechos. Dios ha facultado a las criaturas inteligentes con lo que conocemos como “libre albedrío”, o sea, el privilegio y la responsabilidad de decidir por sí mismas el proceder que deben seguir (Deut. 30:19; Jos. 24:15). Este fue el caso de la primera pareja humana, lo que hizo posible que se pudiera ponerse a prueba su devoción a Dios (Gén. 2:15-17). Como su Hacedor, Jehová sabía con qué facultades los había dotado y las Escrituras dejan claro, que Él deseaba una adoración y un servicio que emanaran de mentes y corazones movidos por amor genuino y no por una obediencia mecánica, como de autómatas. Si Adán y su esposa no hubieran tenido libre albedrío, no habrían satisfecho los requisitos de Dios, ni habrían sido completos o perfectos según Sus normas...... y esta es la cuestión.

Ha de recordarse además, que en lo que tiene que ver con el hombre, la perfección es relativa y está circunscrita al ámbito humano. Tenemos que entender que aunque Adán fue creado perfecto, no podía traspasar los límites que el Creador le había fijado, o sea, si intentaba respirar agua en lugar de aire, se ahogaría; y de la misma manera, si se le ocurría desafiar las leyes físicas, como la de la gravedad, por ejemplo y tirarse desde lo alto de un cocotero, por decir algo, las consecuencias serían nefastas. Por otra parte, no podía por ejemplo, comer tierra, piedras o madera, sin sufrir las consecuencias; de manera similar, si permitía que su mente y corazón se alimentaran con pensamientos incorrectos, llegaría a abrigar deseos insanos y, por último, pecaría y moriría. (Sant. 1:14-15).

Está claro entonces, que los factores determinantes son la voluntad y selección personales. Si insistiéramos en que un hombre perfecto no puede adoptar un mal proceder cuando hay una cuestión moral de por medio ¿no deberíamos, por la misma razón, argüir también que una criatura imperfecta, no podría adoptar un proceder correcto si tuviese que decidir sobre esa misma cuestión moral? Y eso podría parecer razonable, sin embargo, hay criaturas imperfectas que han adoptado un proceder correcto en asuntos morales que implican obediencia a Dios y hasta han escogido ser perseguidos hasta la muerte antes que transigir, mientras que al mismo tiempo hay quienes escogen hacer lo que saben que es incorrecto. Por consiguiente, no todas las malas acciones pueden justificarse con la imperfección humana; de nuevo, los factores determinantes son la voluntad y la selección personal. Asimismo, en el caso del primer hombre, la perfección humana por sí sola no garantizaba una conducta recta, sino el ejercicio de su libre albedrío y la facultad de selección, impulsados ambos por el amor a su Dios y a lo que es recto (Prov. 4:23).

Como muestran las palabras de Jesús en Juan 8:44 y lo que revela el capítulo 3 de Génesis, el pecado y la imperfección en el ámbito humano, fue antecedido por un proceso semejante en el ámbito de las criaturas celestiales. Aunque la endecha que se halla en Ezeq. 28:12-19, se dirige al “rey de Tiro”, debe ser un reflejo del comportamiento paralelo al del primer hijo celestial de Dios que pecó. La vanidad del “rey de Tiro”, el que se erigiera a sí mismo en “dios”, el que se le llame “querubín” y la referencia al “Edén, el jardín de Dios”, son datos que corresponden a lo que la Biblia dice en relación con Satanás el Diablo: que se hinchó de orgullo, estuvo relacionado con la serpiente edénica y se le llama “el dios de este sistema de cosas” (1 Tim. 3:6; Gén. 3:1-5, 14-15; 2 Cor. 4:4).

El anónimo “rey de Tiro”, que residía en una ciudad sobre la que se afirmaba que era “perfecta en belleza”, estaba él mismo “lleno de sabiduría y era perfecto en hermosura” y estaba “exento de falta” en sus caminos desde que se le creó hasta que la iniquidad se halló en él (Ezeq. 27:3; 28:12, 15). Esta endecha, probablemente puede que tenga su primer cumplimiento en la dinastía de reyes tirios y no en un rey en concreto, si tomamos como referencia la profecía pronunciada en Isa. 14:4-20, en contra del anónimo “rey de Babilonia”. Si eso es así, puede que la endecha haga alusión a las relaciones amistosas y de cooperación que la dinastía de reyes tirios mantuvo con David y Salomón durante sus respectivos reinados, cuando incluso contribuyeron a la edificación del templo de Jehová en el monte Moría. Por lo tanto, al principio no hubo nada que reprochar a la postura oficial del gobierno tirio hacia Israel, el pueblo de Jehová (1 Rey. 5:14-26; 9:10-14). Sin embargo, otros reyes posteriores abandonaron esa postura intachable, “exenta de falta” y Tiro fue condenada por medio de Joel, Amós y Ezequiel, los profetas de Dios. (Joel 3:4-8; Amós 1:9-10; Ezeq. 26:7-14). Al margen de la evidente similitud entre el comportamiento del “rey de Tiro” y el del principal Adversario de Dios, esta profecía es un ejemplo más de cómo las expresiones “perfección” y “exento de tacha” pueden emplearse en sentido relativo; veamos un ejemplo de ello:

El justo Noé, fue “exento de falta entre sus contemporáneos” (Gén. 6:9), pues Job era un hombre “sin culpa y recto” (Job 1:8); y se emplean expresiones similares al hablar de otros siervos de Dios. Sin embargo, como todos eran descendientes del pecador Adán y por consiguiente pecadores, es obvio que tales hombres se hallaban “exentos de falta y sin culpa” en el sentido de que estaban a la altura de lo que Dios requería de ellos y lo que Dios requería de ellos, tenía obviamente en cuenta, sus limitaciones e imperfección (Miq. 6:8). Igual que un alfarero no puede esperar la misma calidad si moldea una vasija con barro común, que si la moldea con arcilla refinada, los requisitos de Jehová toman en consideración la fragilidad de los humanos imperfectos (Sal. 103:10-14; Isa. 64:7-8). Y aunque cometieron errores e incurrieron en males debido a su carne imperfecta, no obstante, hombres fieles manifestaron un “corazón completo” para con Jehová (1 Rey. 11:4; 15:14; 2 Rey. 20:3) y por lo tanto, siempre dentro de sus límites, su devoción era completa, sin fisuras y dentro de sus particulares circunstancias, satisfacían los requisitos divinos. Puesto que el Juez Divino se complacía en su adoración, ninguna criatura humana o celestial tenía base para criticar el servicio de ellos llevaban a cabo en favor de los intereses de Dios (Luc. 1:6; Heb. 11:4-16).

En las Escrituras Griegas Cristianas se reconoce que la imperfección es inherente a la humanidad que desciende de Adán, por eso en Sant. 3:2 y aunque se muestra que el hombre que pudiera dominar la lengua y no tropezar en palabra, sería un “varón perfecto, capaz de refrenar (...) su cuerpo entero”, sin embargo, se nos advierte que en esto “todos tropezamos muchas veces” (Ver vs. 8). No obstante, también en la Biblia se nos habla de ciertas “perfecciones relativas” alcanzadas por el hombre pecaminoso, pues Jesús dijo a sus seguidores: “Ustedes, en efecto, tienen que ser perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mat. 5:48). En esta ocasión él estaba haciendo referencia al amor y la generosidad y mostrando, que simplemente “amar a los que nos aman” constituía un amor incompleto, defectuoso. Por consiguiente, sus seguidores deberían perfeccionar su amor o completarlo, al amar también a sus enemigos y así imitar el ejemplo de Dios (Mat. 5:43-47). De manera similar, al joven que le preguntó a Jesús cómo obtener la vida eterna, se le mostró que su adoración (que ya presuponía obediencia a los mandamientos de la Ley) aún carecía de algunas características esenciales: si “deseaba ser perfecto”, tenía que desarrollar plenamente su adoración, cumpliendo con estos rasgos:

Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y da a los pobres y tendrás tesoro en el cielo y ven, sé mi seguidor”. 22 Al oír el joven este dicho, se fue contristado, porque tenía muchas posesiones.” (Mat. 19:21.22).

El apóstol Juan muestra que el amor de Dios se hace perfecto en los cristianos que permanecen en unión con Él, observan la palabra de su Hijo y se aman unos a otros (1 Juan 2:5; 4:11-19). Este amor perfecto echa fuera el temor y concede “franqueza de expresión” y mostrándonos el contexto, que Juan se refiere en este pasaje a la franqueza de expresión para con Dios, franqueza que habría de tenerse, por ejemplo, al dirigirnos a Él en oración (1 Juan 3:19-22). La persona en la que el amor de Dios alcanza una expresión plena, puede acercarse a su Creador confiado, sin sentirse condenado en su corazón como si fuera un hipócrita o estuviera desaprobado; sabe que observa los mandamientos de Dios y hace lo que le agrada a Este, por lo que se siente libre tanto para expresarse como para hacer sus peticiones a Jehová...... no se siente como si Dios le restringiera el privilegio de lo que puede decir o pedir (Núm. 12:10-15). Tampoco se inhibe por temores mórbidos ni se encamina al “día del juicio” con remordimientos de conciencia o algo que ocultar (Heb. 10:27, 31). Al contrario, igual que un niño que no teme pedir algo a sus amorosos padres, el cristiano en quien el amor está plenamente desarrollado, se siente seguro al dirigirse a su Creador:

Y esta es la confianza que tenemos para con él, que, no importa qué sea lo que pidamos conforme a su voluntad, él nos oye. 15 Además, si sabemos que nos oye respecto a cualquier cosa que estemos pidiendo, sabemos que hemos de tener las cosas pedidas porque se las hemos pedido a él.” (1 Juan 5:14-15).

Sin embargo, este amor perfecto, no echa fuera todo temor; por ejemplo, no elimina el temor reverencial y filial a Dios, que nace de un profundo respeto por la posición que Él ocupa, su poder y su justicia (Sal. 111:9-10; Heb. 11:7). Tampoco suprime el temor normal, gracias al cual una persona puede evitar el peligro y proteger su vida, ni el temor causado por un peligro repentino ( 1 Sam. 21:10-15). Además, la unidad completa se consigue por medio del “vínculo perfecto” del amor, lo que hace que los verdaderos cristianos sean “perfeccionados en uno” (Col. 3:14; Juan 17:23). Naturalmente, esta perfección también es relativa y no significa que desaparecerán todas las diferencias de personalidad, como aptitudes, hábitos, conciencia y otros factores individuales afines; sin embargo, cuando se alcanza, su plenitud conduce a acción, creencia y enseñanza unificadas (Rom. 15:5-6; 1 Cor. 1:10).

Jesús, diferencia de cualquier otra persona, nació como ser humano perfecto, santo, sin pecado (Luc. 1:30-35; Heb. 7:26). Como es natural, su perfección física no era infinita, sino que se hallaba dentro de los límites humanos y experimentó algunas limitaciones propias de su condición humana: se cansó, tuvo hambre y sed: sencillamente era un ser humano, perfecto eso sí, pero humano (Juan 4:6-7; Mat. 4:2). Siendo que el propósito de Jehová Dios era emplear a su Hijo como Sumo Sacerdote a favor de la humanidad y aún a pesar de que era un hombre perfecto, tuvo que ser perfeccionado para acceder a ese puesto con el fin de llegar a satisfacer cabalmente los requisitos que su Padre había fijado y que lo capacitaban para la consecución del fin o la meta asignada. Se exigía que fuera “semejante a sus hermanos en todo respecto”, aguantara el sufrimiento y aprendiera la obediencia bajo prueba, como tendrían que hacerlo sus “hermanos” o seguidores. De esta manera, podría “condolerse de nuestras debilidades, como uno que ha sido probado en todo sentido igual que nosotros, pero sin pecado” (Heb. 2:10-18; 4:15-16; 5:7-10). Además, después de morir como un sacrificio perfecto y resucitar, recibiría vida inmortal en los cielos y así sería “perfeccionado para siempre” para su puesto sacerdotal (Heb 7:28; 9:11-14, 24). Igualmente, todos los que servirán con Cristo como sacerdotes serán “hechos perfectos”, es decir, alcanzarán la inmortalidad como la meta que buscan y a la que han sido llamados, todos aquellos que participan de la primera resurrección y que les concede el reinar con Cristo aquí en la tierra, por espacio de mil años. (Fil. 3:10-11; Rev. 20:6).

A Jesús se le llama el “agente principal (o Caudillo Principal) y perfeccionador de nuestra fe”. (Heb. 12:2). Es cierto que mucho antes de la venida de Jesucristo, la fe de Abrahán fue “perfeccionada” por sus obras de fe y obediencia, de manera que consiguió la aprobación divina y Dios celebró con él un pacto juramentado (Gén. 22:15-18). Pero la fe de todos aquellos hombres fieles anteriores al ministerio terrestre de Jesús era incompleta o imperfecta, pues ellos no comprendían las profecías que para entonces aún no se habían cumplido con relación a Jesús como el Mesías y la Descendencia de Dios (1 Ped. 1:10-12). Con su nacimiento, ministerio, muerte y resurrección a la vida inmortal, estas profecías se cumplieron y la fe en Cristo tuvo un fundamento más firme, respaldado por hechos históricos. Por lo tanto, en este sentido de fe perfeccionada “ha llegado” a través de Cristo Jesús (Gál. 3:24-25), quien demostró ser el “guía” , “jefe” , “caudillo”, “conductor”, “iniciador”, “pionero” o “agente principal” de nuestra fe, según la traducción de las Escrituras que usted use. Desde su actual y temporal posición celestial, el hombre Jesucristo continuó siendo el perfeccionador de la fe de sus seguidores: derramó Espíritu Santo sobre ellos en el Pentecostés y les dio revelaciones que progresivamente alimentaron y aumentaron su fe. (Hech. 2:32-33; Heb. 2:4; Rev. 1:1-2; 22:16).

Después de repasar el registro de hombres fieles del período precristiano, desde Abel en adelante, el apóstol dice que ninguno de estos obtuvo “el cumplimiento de la promesa, puesto que Dios previó algo mejor para nosotros, para que ellos no fueran perfeccionados aparte de nosotros”. (Heb. 11:39-40). En este pasaje, la expresión “nosotros” se refiere claramente a los cristianos ungidos, los “participantes del llamamiento celestial” (Heb. 3:1), por quienes Cristo “inauguró un camino nuevo y vivo” en el lugar santo de la presencia celestial de Dios (Heb. 10:19-20). Ese llamamiento celestial, implica ser reyes y sacerdotes de Dios y de Cristo en el gobierno de su reinado milenario y que será establecido aquí en la tierra, recibiendo asimismo “poder para juzgar”. (Rev. 20:4-6). Parece lógico, entonces, que el “algo mejor” que Dios previó para esos cristianos ungidos sea la vida inmortal y resto de privilegios que ellos reciben (Heb. 11:40). Y si nos permiten un inciso, tenemos que señalar que digan lo que digan algunos estudiosos de la Escrituras, no todos los cristianos reciben este llamamiento y no por ello, dejan de ser cristianos. Recordemos que cuando Jesús estuvo aquí en la tierra, calificó a dicho grupo de gobernantes asociados, como de rebaño (o manada) pequeño (Luc. 12:32). Y a los que se califica como “escogidos” o “elegidos”, algo que solo puede hacerse de entre iguales, o sea, que de entre muchos, Jehová elige o escoge a unos pocos para una comisión determinada. No olvide que Jesús, escogió a los doce apóstoles para una comisión en particular, de entre otros muchos discípulos:

Pero cuando se hizo de día llamó a sí a sus discípulos y escogió doce de entre ellos, a los cuales también dio el nombre de “apóstoles”.” (Luc. 6:13).

No obstante, su revelación (la del rebaño pequeño) al intervenir junto a Cristo en la destrucción del inicuo sistema de cosas actual, abre el camino para que aquellos de la creación que procuren alcanzar “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (el resto de cristianos que no tienen ese llamamiento), consigan la liberación de la esclavitud a la corrupción (Rom. 8:19-22). En Hebreos 11:35, se muestra que los hombres fieles de tiempos pre-cristianos mantuvieron integridad bajo sufrimiento “con el fin de alcanzar una resurrección mejor”, seguramente mejor que la de los muertos mencionados al comienzo del versículo, quienes por medio de Elías y Eliseo, resucitaron solo para volver a morir (1 Rey. 17:17-23; 2 Re 4:32-37; 2 Rey. 13:20-21). Por consiguiente, el que se perfeccione a estos hombres fieles de tiempos pre-cristianos, debe estar relacionado con el que se les resucite o restablezca a la vida y después se les liberte “de la esclavitud a la corrupción” gracias a los servicios del sacerdocio de Cristo Jesús y sus sacerdotes asociados durante el gobierno milenario.

En armonía con la oración: “Efectúese tu voluntad, como en el cielo, también sobre la tierra” (Mat. 6:10), este planeta ha de experimentar el efecto y fuerza plenos de la realización de los propósitos de Dios, eso es, la restauración de todas las cosas (Hech. 3:21). El inicuo sistema de cosas controlado por Satanás será destruido; se eliminará toda falta y defecto de los sobrevivientes que continúen demostrando obedientemente su fe, de modo que todo cuanto quede, satisfaga las normas de Dios en cuanto a excelencia, plenitud a cabalidad. De Revelación 5:9-10, se desprende que esto incluirá el perfeccionamiento de las condiciones terrestres y de las criaturas humanas, ya que en ese pasaje se declara que las personas “compradas (o redimidas, según versiones) para Dios” (Rev 14:1, 3), llegan a ser “un reino y sacerdotes para nuestro Dios y han de reinar sobre la tierra” (Rev. 20:6). El deber de los sacerdotes bajo el pacto de la Ley no solo era representar a las personas ante Dios al ofrecer sacrificios, sino también proteger la salud física de la nación, oficiando en la limpieza ceremonial de los que incurriesen en inmundicia y determinando cuándo estaba curado alguien que había padecido lepra (Lev. 13-15) y siendo además, la responsabilidad del sacerdocio, el ayudar al pueblo a elevar su salud mental y espiritual (Deut. 17:8-13; Mal. 2:7). Puesto que la Ley tenía “una sombra de las buenas cosas por venir”, es de esperar que el sacerdocio bajo Cristo Jesús, que actuará durante su reinado milenario (Rev. 20:4-6), ejecute un trabajo similar y con resultados infinitamente superiores. (Heb. 10:1).

El cuadro profético de Rev. 21:1-5, por otra parte, garantiza que la humanidad redimida no tendrá más lágrimas, lamento, clamor, dolor y muerte, pues por medio de Adán, entró en la raza humana el pecado y como consecuencia, el sufrimiento y la muerte (Rom. 5:12); naturalmente, todo esto forma parte de las “cosas anteriores” que han de desaparecer. La muerte, como “el salario del pecado” y “el último enemigo”, será reducida a la nada por medio del gobierno del Reino de Cristo (Rom. 6:23; 1 Co 15:25- 26; 56). Esto significa para la humanidad obediente, el regresar a la perfección de que disfrutaba el hombre en Edén al principio de la historia y por lo que, los seres humanos podrán disfrutar no solo de perfección en cuanto a fe y amor, sino también de perfección en lo que respecta a estar totalmente libres de la tendencia al pecado; estarán, plenamente y sin defecto, a la altura de las justas normas de Dios para el hombre. La profecía de Revelación 21:1-5 también tiene que ver con el Reino de mil años de Cristo, ya que a la “Nueva Jerusalén”, cuyo descenso del cielo está directamente relacionado con la desaparición de las aflicciones de la humanidad, se la muestra como “novia” o congregación glorificada de Cristo, es decir: los que componen el sacerdocio real del gobierno milenario de Cristo (Rev. 21:9-10; Efe. 5:25-32; 1 Ped. 2:9).

Sin embargo, debemos de incidir, en que la perfección de la humanidad será relativa y limitada al ámbito humano, pero no obstante, quienes la consigan gozarán a plenitud de la vida terrestre. La expresión “el regocijo hasta la satisfacción plena está con el rostro de Jehová” y el que “la tienda de Dios esté con la humanidad”, indica que se refiere a la humanidad obediente, aquellos hacia quienes el rostro de Jehová se vuelve con aprobación (Sal. 16:11; Rev. 21:3). No obstante, la perfección no significa que no haya variedad, como a menudo concluyen algunas personas y que sin ir más lejos, tenemos como ejemplo al reino animal, que producto de la “actividad perfecta” de Jehová (Gén. 1:20-24; Deut. 32:4), encierra una gran variedad. La perfección del planeta Tierra tampoco es incompatible con la variedad, el cambio o el contraste y admite lo sencillo y lo complejo, lo simple y lo elaborado, lo amargo y lo dulce, lo áspero y lo suave, los prados y los bosques, las montañas y los valles, así como las distintas características de la misma raza humana. Abarca el frescor estimulante de la incipiente primavera, el calor del verano con su cielo azul translúcido, la hermosura de los colores otoñales y la belleza de la nieve recién caída (Gén. 8:22). Los humanos perfectos no serán criaturas estereotipadas, con personalidad, talento y aptitudes idénticos...... como queda demostrado al mirar nuestro entorno, la uniformidad no es necesariamente una acepción de perfección.

Y hasta aquí, queridos amigos, el punto de vista que queríamos compartir con ustedes. Y ya saben, cojan sus ejemplares de las Escrituras y comprueben por ustedes mismos, si todo lo que les hemos dicho se ajusta a lo que entienden de lo que leen. Porque en definitiva, de donde van a aprender no es de lo que decimos nosotros, sino de lo que dice la Biblia. Y es que nosotros solo nos limitamos, a explicar o desarrollar, aquello que entendemos que dicen los textos bíblicos.

MABEL

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